sábado, 3 de mayo de 2014

El caracol.

Se vió obligado a correr a casa, y ante la imposibilidad de dejar una nota o aviso alguno decidió dejar huella de su viaje, por si acaso alguien decidía seguirlo.

Fue entonces que tatuó un arcoiris en el suelo.

Camino a casa.

Notó un cabello que tenía en la hombro por las cosquillas que éste le hizo. Lo que le sorprendió fue ver que era una cana y que ésta fuera tan larga. No había forma de que esa cana fuera suya. Aún no.

Al mirar a su derecha notó que una niña la miraba curiosa mientras se retiraba un cabello de la boca y cuando las miradas se cruzaron las sonrisas surgieron al mismo tiempo, ambas se habían visto obligadas a interrumpir lo que estaban haciendo, forzadas por un cabello. La madre jaló la pequeña mano de la niña, su camión estaba a punto de irse.
Al mirar a su izquierda notó lo mismo de siempre, mucha gente la rodeaba, pero nadie ponía atención a lo que ella hacía, ocupaban el mismo espacio por necesidad, algunos llegaban, otros se preparaban para irse, otros tantos miraban las pantallas de unos televisores sujetos a pilares que alguna vez fueron blancos, un anuncio publicitario y después una lista de destinos y andenes, simple referencia.
Al frente sólo vio un autobús que en el parabrisas se podía leer "San Martín" y unos números que era difícil descifrar, pero que ella sabía que querían decir 12:45, la hora de salida.
Mostró su boleto a una señorita que le recordó a su prima y quiso mencionarlo, pero la señorita no estaba de humor.

Siempre que viajaba le gustaba hacerlo junto a la ventanilla. El libro descansando en las piernas y en la mano izquierda aún la cana, imagina de dónde pudo haber salido, a quién le pertenece y sí acaso no tiene en su mano una historia maravillosa, una vida resumida en el blanco cabello que decidió abrazarla a ella, a nadie más. Imagina los años que alguien ha de vivir para lograr ese color perfecto, blanco como las nubes que en verano se paseaban por encima de su cabeza cuando siendo niña corría por las colinas del pueblo.
La ventana aún le ofrece la ciudad, luces ámbar inundan las calles húmedas, algunos andan a pie y miran el camión que pasa junto a ellos, curiosos imaginando a dónde van y quiénes son los que se van, acaso conocí a alguien y no se despidió, quizás ahí viaja el amor de mi vida, quizás se van porque saben algo que yo no...

El respaldo le ofrece la oportunidad de descansar las ideas, el cabello ha impactado su mente, no puede dejar de pensar en esa cana. Quiere pensar en una mujer ya grande, de piel arrugada, quizás de tantas sonrisas regaladas o quizás simples canales para que las lágrimas fluyan mejor, manos frágiles pero muy hábiles, quizás cocinan como pocas, delicias que pocos paladares merecen, seguro cuando sonríe los ojos se esconden, casi desaparecen y entonces piensa en la voz, qué hay de la voz, cómo es, o acaso cómo fue...

Si le preguntáramos cuándo se quedó dormida, respondería lo qué es de esperar, no sé, y es que así son los sueños poco a poco se apoderan de la mente son sigilosos, se apoderan de nuestra consciencia poco a poco, para recordarnos cuando las madres cantan para hacer dormir a los bebés, no se interrumpen abruptamente, se aseguran que hayamos llegado seguros a nuestro sueño y sólo entonces se despiden de forma gradual, y es la caricia en la frente del bebé y la sonrisa de la madre lo que cierra el ritual y quizás por eso al despertar nos frotamos la cara, como acto reflejo a ese contacto, como si quisiéramos impregnarnos de esa caricia que nos dieron hace mucho tiempo, pero que incluso hoy nos acompaña.

Mirar la luz del sol que se abre paso entre los cerros, todos duermen o al menos eso intentan, ella suspira y con ese suspiro expulsa el sueño que se quedó atrapado, mira la ventana y los árboles que pasan a su lado, como si corrieran, cómo si huyeran, todo se mueve, las casas a lo lejos se mueven despacio de izquierda a derecha, de adelante hacía atrás, pero es ella la que se mueve, es ella la que debería decir adiós.
La sorpresa es que la cana sigue aferrada a su mano izquierda, o acaso es su mano la que se aferra al sueño de lo desconocido, aquello que no podemos saber y por eso nos hipnotiza. Dedos índice y pulgar masajean la cana, la hacen girar y de la misma forma los engranes de la mente giran y la llevan a otros lugares, a otros tiempos, quiere imaginarse a ella misma a esa edad, cuando una cascada blanca brote de su cabeza, y sus manos cansadas de decir adiós a tantos sueños le duelan y sus pies cenizos por tantos caminos recorridos quieran descansar y dejar de moverse, de ir aquí y allá y su rostro dibuje una sonrisa permanente y quizás un perro sea su única compañía, pues nunca le han gustado las aves, y mucho menos las jaulas...

Al llegar a san Martín el viento soplaba con fuerza, cómo una efusiva bienvenida y entonces recordó el dicho, una cana al aire, y esta vez todos los dedos de la mano izquierda abrazaron a la cana en efusiva despedida, se elevaron como nunca lo habían hecho antes, y solemnes recibieron el beso del viento, la cana se dejaba acariciar sin oponer resistencia y justo cuando el viento sopló con más fuerza, la dejaron ir. Dirán que mantener la mano cerrada tanto tiempo provocó el sudor, pero yo creo que toda despedida de alguien que deja huella en el corazón, provoca lágrimas.
Ella se sorprendió de decirle adiós a una cana y justificó la lágrima diciendo a su madre, que había ido a recibirla, "con tanto aire de seguro se me metió algo al ojo".

Cuando Josefina estaba en su lecho de muerte pidió que la llevarán a morir a su pueblo, o al menos que sus cenizas fueran arrojadas al viento, pues decía "él sabrá como llegar". Sus hijos decidieron enterrarla, pues no les parecía higiénico soltar cenizas de un difunto al aire, así pensaban.

La señora Gutiérrez, amiga de la familia decidió llevar a su nieta de ocho meses al velorio pues nadie podía cuidarla, además de que no le pareció mala idea, y cuando se acercó a decirle adiós, la niña insistió en despedirse, estiraba los brazos hacía Josefina, insistía en que la acercaran y cuando así lo hicieron el beso dado despertó emociones en los presentes, la niña se aferró al sueter y costó trabajo que lo soltara.

Camino a casa la señora Gutiérrez se detuvo a buscar una mamila en la pañalera, la niña en brazos que lloraba le dificultaba la tarea, y cuando la joven le ofreció ayudarla se sintió aliviada, varias personas habían incluso bajado de la banqueta para evitarla. La niña jugó con el cabello de la joven y la forma en que ésta le hablaba le dio confianza a la señora Gutiérrez para preguntar a donde iba, San Martín fue la respuesta de la joven y ella sólo atinó decir, la mamá de una amigo es de allá. Al llegar a casa seguía pensando que debió decir "era de allá".

Cuando la señora Josefina murió dejó poco de lo que se puede cuantificar, pero sus nietos la recuerdan sonriente, siempre de buenas y cocinando. El día anterior a su muerte les contó con una voz que parecía más de joven, que si uno desea algo con todas sus fuerzas, es posible que el universo mismo arregle las cosas para que esto suceda. Y entonces les contó que extrañaba su México lindo, pero en especial su pueblo, y siempre que hablaba de él se iluminaba su rostro y les hablaba de como las nubes paseaban por el cielo, cómo gordos borregos que no conocen los corrales y cómo el viento siempre soplaba y entonces no importaba si hacía calor. Esa sonrisa que evocó la memoria de su pueblo fue la que permaneció en su rostro, quizás sabía que era tan sólo cuestión de tiempo para estar en su pueblo, para volar y ser libre como esas nubes blancas que cruzan su cielo.