sábado, 19 de marzo de 2016

Melodía para masajear los recuerdos.





La próxima canción que escuches podría contener, en sí misma, la historia más bella jamás contada.


Temprano en la mañana se escuchó a lo lejos, en el cerro, la melodía. Desde una vieja vecindad, en el cuarto donde el tigre del tiempo ha afilado sus garras donde ha podido, en las cobijas, en las paredes del baño, en el techo y sobre todo en sus sueños y en la tela que pretende cubrir ese cuerpo frágil que se quiere creer poderoso e inmortal, y mientras los hilos se asoman a tomar el aire mientras él cruza la ciudad apretado, siempre apretado y sin quererlo se vuelve uno con el colectivo por un instante mientras se pasea por las tripas de la ciudad en movimiento continuo y no peristáltico. Ahí van todos deseando llegar a tiempo para en el instante mismo, desear irse.
La melodía lo acompaña y suena en sus oídos mientras en su cabeza los pensamientos se amontonan y se le olvida todo al instante, siempre distraído, deseando estar de vacaciones, o con alguien más, o con los amigos, o con los que se hacían llamar amigos, o con la cola entre las patas, temeroso de dar la cara, o esperando a que sean otros los que digan hola.
La canción se compuso hace años, pero él la descubrió hace poco y por eso la repite tanto, quiere cansarse lo antes posible de ella, para poder continuar su rutina y seguir con el tedio y después buscar algo más que le entretenga y que le dé la impresión de novedad, de sentido.


El despertador sonó, como siempre, cuando él estaba ya en el baño y él, como siempre, corrió para apagarlo e intentar que no la despertara, mientras ella sigue en cama con los ojos cerrados pero incorporándose poco a poco a lo que a partir de ese momento se llama realidad, el hoy. Él la mira y le sonríe para regresar al baño y seguir con la rutina, bañarse, peinarse, ponerse desodorante, secarse el cuerpo, quizás ponerse crema, quizás no, desayunar algo, vestirse, siempre de traje, anudarse la corbata y dudar, siempre la maldita duda, lavarse los dientes y arriesgarse o quitarse la corbata y evitar el riesgo de una mancha. Sale de casa más temprano, hoy tiene que tomar el metro pues el carro está en el taller.
Jamás imaginó que tantas personas se pudieran reunir en un solo lugar, por un momento duda, siempre la maldita duda, pero decide arriesgarse, y así tener algo que contarle a los amigos en el club de golf y decir con orgullo que se ha dado un baño de pueblo.
Se guarda la cartera en la bolsa del saco, pues tiene miedo de un enemigo invisible, ese que le envidia y que le quiere quitar las cosas lindas que tanto ha luchado para conseguir, incluso tiene miedo de que alguien le robe sus sueños, así que se refugia en sus audífonos, cree que tiene miedo a que alguien le robe las ideas, pero la verdad es que quiere callar el pensamiento, quiere evitar que los recuerdos le vengan a visitar desde el pasado, logró olvidar quién era y no permitirá que un viaje en metro le recuerde su origen humilde, no quiere volver a tener hambre o tener que salir a buscar a su padre quien seguramente estaría tirado en la esquina inconsciente, o peor borracho con sus amigos, pues borracho podía y pretendía luchar y no importa que tan viejos seamos, el niño que fuimos sigue siendo frágil y un recuerdo puede hacer que el presidente de una de las empresas emergentes más importantes de la ciudad, pueda sentir que se cae de rodillas, pero gracias a dios está el colectivo que lo soporta y no permite que sus rodillas caigan al suelo, sino que lo llevan, sin que él pueda hacer nada, dentro del vagón.



Uno de los pies golpea el lomo del suelo con furia, tiene prisa y espera que el metro no tarde más, pues ella no puede perder más el tiempo, ya ha perdido bastante.
Tener dos trabajos puede ser cansado, pero vivir la vida sin ilusiones es la muerte y ella lo sabe, hace tiempo que se volvió una autómata, su hijo no sabe lo que ella sufre para darle de comer y poco le importa y lo que más le duele, es el hecho de que no hay otra culpable más que ella. Alguna vez se dijo, no quiero que mi hijo sufra lo que yo sufrí y precisamente por eso, porque el niño no ha sufrido ni se ha esforzado, no sabe apreciar las cosas, no sabe el costo de las cosas y lo que es peor, el valor de las cosas. Ella llega a casa de su madre por su hijo quien nunca se quiere ir con ella, pues como no la ve, no tiene un lazo y aunque el corazón nunca se recuperó del golpe que le dio, sin querer, ese día que le dijo mamá a su abuelita y por más que ella, la abuelita, quiso restarle importancia, ella, la madre, sabía que estaba perdiendo a su hijo. Querer darle todo, le quito lo que tenía.
Mira el reloj y se asoma en la oscura garganta, esperando que así escupa esa lengua naranja que ha de llevarla por las tripas de la ciudad para llegar a su primer trabajo, primer round. Ahí está de pie, le cubre los hombros, cual bata de campeón de boxeo, una bata de enfermera con el logo de una clínica privada, ahí está ella esperando a que suene la campana, lista para el primer round, lista para mirar a los ojos al mismísimo diablo y decirle con ese coraje contenido, “¡a mi hijo no me lo quita nadie!”.




Trabajar como guardia de seguridad es lo único que le quedaba, era eso o robar y la balanza de los opuestos lo orilló a hacer lo correcto, trabajar para ganarse el pan. Jamás imaginó que fuera tan pesado ganar unos pesos, doblando turnos porque los compañeros no llegan o porque el jefe no supo organizar el horario, y ahí de pie, esperando a encontrarse la fortuna al voltear la esquina, piensa en qué pudiera hacer para no caer en el juego de la corrupción y para poder generar más ingresos y siempre se dice a si mismo que llegando a casa le dará vueltas a ese plan y que llenará unas solicitudes de empleo para buscar algo más y en eso anda cuando la gente lo invita a subirse al vagón, lo llevan aunque no quiera, lo empujan con prisa y furia y por más que quisiera gritar que él es el dueño de su vida, se calla y permite que le pisen, ya bastante batalla le presenta el sueño y el tedio de haber trabajado la tarde y noche del día anterior, tiene sueño y está cansado, cansado de trabajar y cansado de su vida.



Sin quererlo ni buscarlo conviven hombro a hombro, miradas resentidas que se rehúyen, no importa que tan cerca te encuentres físicamente, el mexicano no permite proximidad emocional, esa cuesta años obtenerla.

No tienen idea que tienen tanto en común, tienen anhelos, sueños, miedos y seres que les extrañan o que ni siquiera se acuerdan de ellos.



Sabes que la próxima estación debes de bajar, así que comienzas a abrirte paso, primero golpear un hombro, el derecho y preguntar, “¿disculpe, baja en la siguiente?” y cuando ella voltea, para decirte que no, le sonríes y ella te devuelve el gesto, confundida, pues es tan raro ver una sonrisa y con cierta vergüenza piensas que es algo normal, pues las enfermeras no sonríen, quizás así las contratan, apáticas y sin ilusiones. Sin tan sólo supieras.
Avanzas un paso y ahora golpeas otro hombro, ahora el izquierdo y repites la misma pregunta pero esta vez el guardia te ignora, tienes que preguntar más fuerte y entonces la negativa es expresada con un movimiento de cabeza. No tienes manera de saber que esa persona ha trabajado dieciocho horas continuas, así que emites un juicio, lo primero que te viene a la mente es la falta de educación, pero después te tranquilizas pensando que es normal, al cabo es un guardia de seguridad. Iras por la vida creyendo que ese señor es grosero, sin saber qué su vida es igual o incluso más compleja que la tuya.
Falta poco, ahora preguntas a un señor que rehúye al contacto, se aleja y con un gesto de asco, se retira. No hizo falta preguntar, está claro que no baja y que te ha cedido el paso, pero ahora piensas que hay personas que se creen superiores a los demás sin darse cuenta de que todos somos iguales, sin saber que todos somos uno. De igual manera te has equivocado, el señor no rehuía a tu contacto, le tiene miedo a los recuerdos y en un estado de miedo primitivo ha corrido cual animal herido, y no hay nada de asco, es miedo, miedo a recordar. Hay personas que quieren mentirse y por tanto le mienten a los demás, pero hay mentiras que podemos sostener ante los demás, pero no ante nosotros.  
Cuando por fin estás frente a la puerta del vagón esperando a llegar notas un sonido, es una melodía, de forma casi imperceptible mueves tu cabeza hacía ese sonido y puedes distinguir una canción que hace años escuchabas, esa que tantas veces sonó cuando la luz del sol, en ese amanecer, se abría paso entre el humo de cigarro que flotaba en la habitación mientras te tallabas los ojos y sonreías de forma torpe y con la boca pastosa y la lengua cansada de tanto hablar, decías la hora para convencerte de que ya era hora de ir a dormir.
La canción sigue sonando poco a poco se va alojando en la memoria de alguien más, alguien que no termina de entender porque un extraño le sonrío de forma estúpida mientras le mostraba el pulgar de la mano derecha hacía arriba, mientras la ciudad se lo tragaba, personas que se bajan a la fuerza mientras otras se empujan para conseguir un lugar. Quizás así será la pelea para conseguir un lugar en la eternidad, todos empujándose sin saber si quieren subir o bajarse, todos creyendo saber a dónde ir, pero sin tener claro si en verdad quieren llegar. 


"For as long as you want to
  Lend me your heart
  I will shelter it
  Until the end of time"

martes, 15 de marzo de 2016

A ritmo de cumbia.

El viejo extendió su mano y en el papel que ésta sostenía, había un polvo blancuzco, como la nieve que comienza a cubrir mis sienes.


El sonido era ensordecedor, pero a pesar de eso podía escuchar como mi corazón golpeaba con fuerza el bombo de mi pecho, al ritmo de esa cumbia sonidera que a veces me despierta a media noche y que no me deja dormir, o mejor dicho, son los recuerdos que esa melodía invoca, los que no me permiten conciliar el sueño y me llevan a un tiempo distante. Viajo sin abandonar mi cuarto, me desplazo en el tiempo mientras en la oscuridad de mi cuarto se queda un yo autómata, con la mirada perdida, esperando que alguien llegue para decirle que todo va a estar bien.

La lluvia nos esperó lo suficiente para entrar a esa casa y sentarnos en la mesa donde un nutrido grupo quienes llamaba amigos nos esperaba entre risas y algunos hipos, una mano, no sé de quién, me extendió una cerveza, de la cual bebí como si de ello dependiera mi vida.
Las risas inundaban mi cabeza mientras el grupo afinaba sus instrumentos, las risas bailaban dentro de mí, cual carrusel, la veía a ella, diciéndome que no valía para nada, después a él, sonriéndome mientras en la espalda guardaba una daga con mi nombre, y también estaba él, aquél otro que creyó que podía burlarse de mí.
Como otras tantas veces estábamos en el baño, alguien golpeó mi pecho y me mostró las líneas paralelas de polvo blancuzco que esperaban pacientemente, mientras que aquél que estaba detrás de mí, no.
Inhalar y beber, beber e inhalar, repetir las canciones hasta el hartazgo, inhalar, un poco de chachara culta, seguir bebiendo, siempre tratando de impresionar a personas que hoy ni siquiera tienen nombre, que son vagos recuerdos, pero que entonces eran una pieza fundamental de ese efímero presente.
A veces cambiaba el escenario, pero los personajes eran casi siempre los mismos, una casa de algún “amigo” de otro “amigo”, una fiesta donde todos nos miraban feo, o un sucio antro donde las miradas recelosas y acomplejadas chocaban y danzaban al ritmo de una guitarra eléctrica que sostenía una nota como si la vida misma dependiera de ella, ya fuera a ritmo de rock and roll, o de una cumbia sonidera.

El gato del vecino ha entrado en mi habitación, viene a entretenerse con mis recuerdos. Mi mano acepta la invitación y le acarició el lomo, despacito y por sobre esa canción que no me deja dormir, le escucho ronronear. Y poco a poco, mientras le sigo acariciando, mis recuerdos me llevan de nuevo al pasado, donde esa guitarra sigue sonando, la gente aplaude al compás de la música y sin querer, o sin darse cuenta bailan, la cabeza y la cadera se menean con timidez, se saben extranjeras, por eso aplauden con miedo y con miedo mi mano se pasea por ese lomo, miedo de enfrentar viejos demonios, esos que creí me habían abandonado, pero no.
El yo del ahora aprieta la mandíbula mientras experimenta el placer de acariciar un tigre.
Era la casa de un extraño. La música golpeaba desde dentro, la adrenalina ocupó el lugar que le correspondía a la sangre y mientras mi corazón en clave morse me pedía clemencia, “no puedo bombear más”, pero confundí sus gritos con una simple taquicardia. Inhalar y beber, beber e inhalar, un poco más cada vez.
Aún recuerdo al viejo mientras sostenía un polvo blancuzco y con una sonrisa que pretendía ser amistosa, pero que tenía tintes de burla, me dijo, “es de la buena, ¡¿ah poco no la quieres!? ¡ya te dio miedo?” Eso bastó para aceptar el reto, como buen macho le arrebaté el polvo y le entregué el dinero mientras caminé con prisa para salir de ahí.
Aún hoy escuchó su risa burlona.
No sé cómo pasó lo que alguien tuvo la atención de contarme la mañana siguiente. Yo en la tina de baño, sumergido en agua fría, temblando. Al principio pensé que era de frío, pero después entendí que mi cuerpo tembló cuando mi alma regresó a su templo.
“Tus amigos se fueron como a las dos, cuando vieron que estabas tirado en mi sala inconsciente se llevaron tu cartera, el cambio y la coca que tenías en las bolsas, tomaron sus cervezas y se fueron.”
Aún recuerdo entre sueños lo que me repetía con desesperación, mientras esa cumbia sonidera sonaba con fuerza…

“no te mueras en mi casa, por favor, ¡no te me mueras!”

La luz del sol comienza a asomarse en mi cuarto, poco falta para que comience un día nuevo, aunque el reloj dice que ya hace cinco horas que es jueves y no miércoles, pero mientras siga oscuro seguirá siendo ayer y no hoy, pues la luz, la iluminación, me hace creer que así será mi vida, luminosa, nueva y con todas las posibilidades para crecer y nutrirme, siempre y cuando no caiga otra vez. Ya no más.
El pequeño gato, sabio cual animal que es, entiende mi silencio y restriega su lomo en mi cara, yo torpe cual humano que soy, no sé si es su forma de agradecerme el masaje, o acaso su forma de decirme que todo estará bien.

lunes, 14 de marzo de 2016

En la oscuridad, todo es nada.

Los perros ladran con furia a la nada.
O eso quiere creer.
Les exige silencio, sin saber que son ellos quienes han logrado evitar la visita de la muerte, por un día más.