El viejo extendió su mano y en el papel que ésta sostenía, había un polvo
blancuzco, como la nieve que comienza a cubrir mis sienes.
El sonido era ensordecedor, pero a pesar de eso podía escuchar como mi
corazón golpeaba con fuerza el bombo de mi pecho, al ritmo de esa cumbia
sonidera que a veces me despierta a media noche y que no me deja dormir, o
mejor dicho, son los recuerdos que esa melodía invoca, los que no me permiten
conciliar el sueño y me llevan a un tiempo distante. Viajo sin abandonar mi
cuarto, me desplazo en el tiempo mientras en la oscuridad de mi cuarto se queda
un yo autómata, con la mirada perdida, esperando que alguien llegue para
decirle que todo va a estar bien.
La lluvia nos esperó lo suficiente para entrar a esa casa y sentarnos en la
mesa donde un nutrido grupo quienes llamaba amigos nos esperaba entre risas y
algunos hipos, una mano, no sé de quién, me extendió una cerveza, de la cual
bebí como si de ello dependiera mi vida.
Las risas inundaban mi cabeza mientras el grupo afinaba sus instrumentos,
las risas bailaban dentro de mí, cual carrusel, la veía a ella, diciéndome que
no valía para nada, después a él, sonriéndome mientras en la espalda guardaba
una daga con mi nombre, y también estaba él, aquél otro que creyó que podía
burlarse de mí.
Como otras tantas veces estábamos en el baño, alguien golpeó mi pecho y me
mostró las líneas paralelas de polvo blancuzco que esperaban pacientemente,
mientras que aquél que estaba detrás de mí, no.
Inhalar y beber, beber e inhalar, repetir las canciones hasta el hartazgo,
inhalar, un poco de chachara culta, seguir bebiendo, siempre tratando de
impresionar a personas que hoy ni siquiera tienen nombre, que son vagos
recuerdos, pero que entonces eran una pieza fundamental de ese efímero
presente.
A veces cambiaba el escenario, pero los personajes eran casi siempre los
mismos, una casa de algún “amigo” de otro “amigo”, una fiesta donde todos nos
miraban feo, o un sucio antro donde las miradas recelosas y acomplejadas
chocaban y danzaban al ritmo de una guitarra eléctrica que sostenía una nota
como si la vida misma dependiera de ella, ya fuera a ritmo de rock and roll, o
de una cumbia sonidera.
El gato del vecino ha entrado en mi habitación, viene a entretenerse con mis
recuerdos. Mi mano acepta la invitación y le acarició el lomo, despacito y por
sobre esa canción que no me deja dormir, le escucho ronronear. Y poco a poco,
mientras le sigo acariciando, mis recuerdos me llevan de nuevo al pasado, donde
esa guitarra sigue sonando, la gente aplaude al compás de la música y sin
querer, o sin darse cuenta bailan, la cabeza y la cadera se menean con timidez,
se saben extranjeras, por eso aplauden con miedo y con miedo mi mano se pasea
por ese lomo, miedo de enfrentar viejos demonios, esos que creí me habían
abandonado, pero no.
El yo del ahora aprieta la mandíbula mientras experimenta el placer de
acariciar un tigre.
Era la casa de un extraño. La música golpeaba desde dentro, la adrenalina
ocupó el lugar que le correspondía a la sangre y mientras mi corazón en clave
morse me pedía clemencia, “no puedo bombear más”, pero confundí sus gritos con
una simple taquicardia. Inhalar y beber, beber e inhalar, un poco más cada vez.
Aún recuerdo al viejo mientras sostenía un polvo blancuzco y con una sonrisa
que pretendía ser amistosa, pero que tenía tintes de burla, me dijo, “es de la
buena, ¡¿ah poco no la quieres!? ¡ya te dio miedo?” Eso bastó para aceptar el
reto, como buen macho le arrebaté el polvo y le entregué el dinero mientras
caminé con prisa para salir de ahí.
Aún hoy escuchó su risa burlona.
No sé cómo pasó lo que alguien tuvo la atención de contarme la mañana siguiente.
Yo en la tina de baño, sumergido en agua fría, temblando. Al principio pensé
que era de frío, pero después entendí que mi cuerpo tembló cuando mi alma
regresó a su templo.
“Tus amigos se fueron como a las dos, cuando vieron que estabas tirado en mi
sala inconsciente se llevaron tu cartera, el cambio y la coca que tenías en las
bolsas, tomaron sus cervezas y se fueron.”
Aún recuerdo entre sueños lo que me repetía con desesperación, mientras esa
cumbia sonidera sonaba con fuerza…
“no te mueras en mi casa, por favor, ¡no te me mueras!”
La luz del sol comienza a asomarse en mi cuarto, poco falta para que
comience un día nuevo, aunque el reloj dice que ya hace cinco horas que es jueves
y no miércoles, pero mientras siga oscuro seguirá siendo ayer y no hoy, pues la
luz, la iluminación, me hace creer que así será mi vida, luminosa, nueva y con
todas las posibilidades para crecer y nutrirme, siempre y cuando no caiga otra
vez. Ya no más.
El pequeño gato, sabio cual animal que es, entiende mi silencio y restriega
su lomo en mi cara, yo torpe cual humano que soy, no sé si es su forma de
agradecerme el masaje, o acaso su forma de decirme que todo estará bien.
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