jueves, 1 de noviembre de 2012

Cristo es tan sabio que en caso de regresar, seria ese viejillo sucio que te provoca asco.

En medio de la oscuridad avanza despacio, el ruido que lo rodea le indica que no está sólo, pero por más que habla, nadie le responde.

Lo primero que me llamó la atención fue el sombrero que colgaba de su brazo izquierdo, pero también me causo sorpresa la forma en que las personas se retiraban de su paso, evitando tener contacto con él, de cualquier tipo.
Me da pena decirlo, pero lo primero que hice al tenerlo frente a mí, fue dejar unas monedas en su sombrero, y me da pena aceptarlo porque mi generosidad fue un acto indirecto, no se lo di en la mano, sino en el sombrero, se lo deje ahí esperando que mi "acto altruista" fuera suficiente. El señor me tomó del brazo, y sin más me pidió que le ayudara a tomar su camión, me dijo que estaba muy cansado, que no podía más.

Lo acompañamos hasta el andén P, en el metro cuatro caminos. Mientras caminabamos me dijo que venía de Puebla, había ido a la iglesia a dar gracias y también a visitar a alguien, no me quedó claro de a quién. El señor me contó que vive en una iglesia, con el sacristán y con otras cinco personas, no pude preguntarle si también eran ciegos, no me atreví. Mientras caminabamos, él apoyado en mi brazo, noté como las miradas nos seguían y también noté como a él no le importaba, así que me ocupé en la plática.
Conforme avanzabamos entre la gente, el señor me comentó que estaba muy cansado, que estaba realmente cansado y que deseaba que la virgencita se lo llevara, que le permitiera descansar.

"Me quiero morír", fue lo que dijo, a quemarropa. ¿Qué se debe responder a semejante confesión? ¿Qué estipula el protocolo social? Hice lo único que podía hacer, quedarme callado.
"Me siento cansado, me duelen los pies, me duelen mucho m´hijo, pero, ¿qué puedo hacer? Sólo le pido a la virgencita que haga su voluntad y que me lleve cuando me toqué, mientras tanto le echo todas las ganas, me levanto con una sonrisa y trato de irme a dormír igual, aunque a veces no puedo, verdad de Dios m´hijo".

Le pregunté su nombre y me dijo que era José Luis, yo le dije que el mío era José, "somos tocayos" me dijo, y lo que me sorprendió no fue lo que dijo, sino la sonrisa que acompañó sus palabras.

Cuando llegamos al andén P, buscamos el camión que debía abordar, le pedí al chofer que le avisara al llegar al lugar donde José Luis debía bajar, estiré mi mano, mostrando una moneda de diez pesos, el chofer sólo negó con la cabeza.

Mientras regresabamos para irnos a casa, pensé en todo lo que platiqué con mi amigo José Luis y me di cuenta de que pasamos demasiado tiempo maldiciendo a nuestros sentidos, nos quejamos cuando hace frío, nos molestan los malos olores, gritamos cuando algún ruido lastima nuestros oídos, pero pocas veces disfrutamos de lo que tenemos. Procuro en medida de lo posible disfrutar lo que la vida me da, pero platicar con José Luis me abrió los ojos, cuando me dijo "voy a llegar a bañarme y a escuchar el box". Debemos disfrutar lo que tenemos, lo que la vida nos dio, no tiene sentido lamentarse por las cosas que no podemos solucionar.

Yo creí que José Luis iba apoyándose en mi brazo, pero la verdad es que el me iba deteniendo a mí, él me sirvió de apoyo y me abrió los ojos y el corazón, cuando al abordar el camión volteo y dirigiendo su rostro hacía mí me dijo, "muchas gracias José, espero que nos podamos ver otra vez pronto."