Su intención era
iluminar las calles con su arte a ritmo de rock. Comenzó con la idea
de hacer los murales más realistas posibles, el talento lo tenía,
pero jamás consiguió un alma caritativa que cediera los muros de su
casa ante su arte.
Comenzó a
desesperarse quince años después, cuando la crisis de los cuarenta
estaba a cinco años de distancia y como siempre le gustó
adelantarse, decidió comenzar antes y decidió que de lo poco que
ganaba separaría una parte, comenzó a invertir en materiales, latas
de pintura, máscaras protectoras, una sudadera negra, guantes de
cirujano y una mochila.
Las calles las
recorría antes de que saliera el sol, dejando su mancha de mierda en
cuanta pared se encontrara poco iluminada, al cabo su arte debía ser
visto de día, unas flamas que pretendían ser su nombre y símbolo
del fénix que resurgía en él, lleno de vida.
No quería ser parte
de la estadística que nace, crece, trabaja, trabaja, se jubila y
muere, quería ser parte de la decadencia que estresaba a los
peatones en su diario acontecer, quería ser el idiota que causaba el
tráfico al subirse al transporte en doble fila, quería ser el ser
inmundo que manchaba la belleza del espejismo que otros se esforzaban
por mantener, deseaba ser aquél que hiciera cabrear a las abuelas
que descubrían su barda profanada, justo cuando salían antes que el
sol a barrer, pretendía ser aquél que se burlaba de aquellos que
bebían café de franquicia a ritmo de bossa nova, buscaba ser aquél
que maldecía con voz estentórea al cruzar frente a un jardín de
niños, aquél que todos envidiaran pues él los envidiaba a ellos.
Quería ser el
testimonio de la decadencia, el factor caos de una ciudad que llevaba
años hundiéndose en mierda. Quería ser la cereza del pastel,
sabiendo que ese espacio, al ser profanado por él, ya no le
pertenecía, pues era la invitación a que otro profanara su
profanación, era invitación y reto, se convertía en provocador de
los provocadores visuales.
Pretendía ser poeta
al decir que su arte era conocido como flamear, deseaba ser una
sombra, anónimo y ausente, carente de rostro, que su arte fuera el
autor y él la obra, mutante. Su deseo de anonimato fue absurdo, el
primer imitador se descubrió en Barcelona, después se esparcieron
por todas las grandes ciudades del mundo y entonces su símbolo le
dio asco y decidió que retirarse era lo mejor.
No supo como
reaccionar cuando una mañana encontró una flama en la puerta de su
edificio, pensó que era una broma, pero después se
supo víctima de su profanación, violado por su concepto y objeto de
su decadencia. Días después, cuando quiso una foto de su retrato,
descubrió que alguien había vomitado tinta negra que pretendía ser
unas letras por sobre él, y entendió que no era nada, no podía ser
causa, sino consecuencia, no estaba a la vanguardia, era tan sólo
un efecto, parte de un todo que nadie sabe cuándo comenzó y que
nadie sabe si acaso se detendrá.
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