sábado, 18 de febrero de 2017

Día de feria.



Solíamos girar en un carrusel, un caballo de plástico nos permitió ser felices en una feria de barrio, girabamos detrás de un elefante y delante de un camello, siempre al ritmo de una pianola, la gente desesperada por pasar, mientras los padres esperaban con mirada tediosa que pretendía ser alegre al mirarnos, la gente cuidando sus carteras, de los ladrones y del gasto excesivo.

Algodones de azúcar y olor a carne quemada, recuerdos del pasado, recuerdos que huelen a mantequilla y saben a palomitas.

Los gritos se elevan al cielo y ahí se confunden con las risas. Algunos suspiran después de tanto reír. Un niño llora y pide que las tazas no giren más, pero es en vano. 
Los carritos chocan y sorprenden a más de uno, algún dedo machucado o alguna frente que golpea un tubo o alguien que se muerde la lengua, pero en general todo es diversión, diversión delimitada por cuántos minutos puedes pagar.

Algunos se entretienen lanzando canicas, buscando sumar puntos y obtener algún regalo, otros confían en su puntería y lanzan dardos, otros "pescan" figuras de plástico que asemejan peces, mientras sus acompañantes disfrutan un algodón de azúcar. 

El día comienza a teñirse de azúl y el naranja con rojo se difumina en el horizonte, quizás espantado por la música que vomitan esas bocinas luminosas. Las nubes escoltan al sol en su camino a la eternidad, o acaso se retiran, pues no soportan interponerse entre los enamorados y la luna.

A lo lejos pasan unos niños que le preguntan a su padre si pueden pasar un rato a los juegos, pero el les responde molesto que no, molesto por no tener dinero, molesto por no poder escuchar a sus hijos reír 

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