lunes, 21 de mayo de 2012

David, como la estrella esa, me dijo.

A veces uno reniega de lo que tiene, sin saber que hay personas que desearían lo que nosotros nos damos el lujo de despreciar.
Cuando pienso en la primaria, me viene a la mente el uniforme de la escuela, el sueter verde que siempre olvidaba a la hora de la salida y que tenía que ir a buscar al día siguiente, recuerdo mis primeros suspiros a causa de una niña, Ana Laura su nombre, era un poco más alta que yo, así que para perderme en su mirada, tenía que mirar hacia arriba, o voltear hacia atrás cuando la cambiaron de lugar, ella renegó la decisión de la maestra Alicia, pero yo, por primera vez, quise besar la mano de aquella que siempre me exigía mi libreta para revisar mi tarea primero, el tormento diario. Ana Laura no me hablaba, creía que era muy payaso, eso me dijo, pero cuando logré arrancarle la primer sonrisa nació en mí un conflicto, habí descubierto la belleza con todo lo que ésta conlleva, conocí el tormento que supone enamorarse de quien te ve como el amigo que la hace reír, que es simpatico, muy agradable, pero nada más.
Algún tiempo salímos al recreo juntos, comíamos pizzerolas por ser su botana favorita, y ahora que lo pienso, eso las convirtió en las mías.
No hace falta ser un genio para darse cuenta del lugar que uno ocupa en el corazón de una mujer, pero muchas veces necesitamos escucharlo, que nos confirmen la inminente e inamovible condición de amistad.

Pasaron los días, dejamos de salir a recreo juntos, y comencé a juntarme con otros compañeros. Un día que me había lastimado el pie fui a comer a un rincón donde la sombra cubría unas pequeñas bancas de cemento, para sorpresa mía los lugares estaban ocupado, eso y mi poca pericia social hizo que deambulara hasta encontrar un lugar en la escalinata del auditorio.
De mi bolsa de lunch saqué un frutsi, rojo, un peperami y mis sángüiches, dos, envueltos en servilletas dentro de una bolsa de pan bimbo. Siempre me dio pena llevar mi comida en bolsas de la comer o los sángüiches en la bolsa del pan, y cuando se me acercó David no pude esconderlo, absurdo, pero en ese momento me dio vergüenza.
Parado frente a mí me preguntó qué era lo que hacía, gesto que pretendía iniciar la interacción, más que despejar una verdadera duda.

Lo invité a sentarse conmigo, platicamos un rato, yo siempre con la idea de comer en la mente y esperando que él hiciera lo mismo, también me daba pena comer frente a él, pero él sólo veía hacia el frente y platicaba cosas que habían sucedido en clase y cuestionandome quién me caía mejor.

Logré armarme de valor y le pregunté qué iba a comer, él dijo que nada, con la estupida vergüenza en la cara, saqué de la bolsa de pan bimbo un sángüich y se lo extendí, ten, le dije. No negó, se asombró, mientras lo veía, le grité, espera!, hay que recordar que era niño, corrí a la cooperativa y compré un frutsi rojo, como el que traía, regresé corriendo y se lo di, ahora sólo quedaba partir el peperami.

Comímos y hablamos animadamente, al momento de recoger el campamento tomé la bolsa del pan bimbo, la doblé cuidadosamente y la metí en la bolsa de la comercial mexicana, cuando descubrí que me miraba, me apresuré a explicar que era por una instrucción de mi mamá, porque no quería estar tirando plástico si no había necesidad, cosas de señoras, agregué. Aún repaso ese dialogo buscando la palabra o frase que activó en David el resorte que lo motivó a hablar de su madre, estaba en el hospital y no había quien le pudiera mandar comida para el recreo, y me confesó desear que su madre le enviara un sángüich, aunque fuera la mitad de delicioso.

Aunque sea la mitad de delicioso, dijo. Eso fue lo que activó mi cerebro y me sentí dichoso de poder tener comida para el recreo, el empaque dejó de ser tema central, dejé de sentir pena por cosas tan absurdas.

Días después David me contó emocionado que su mamá ya estaba bien, y con una sonrisa me dijo, "ahora tú vas a probar los sángüiches que hace mi mamá."

No sé cuales fueron las circunstancias que hicieron que ese día David se acercara a mí en el recreo, causando que comiera conmigo, en verdad no lo sé, pero estoy agradecido con él porque me enseño una de las grandes lecciones que he tenido en mi vida. Bueno, en verdad fueron dos, la segunda fue aprender que a pesar de que las circunstancias parezcan adversas y poco prometedoras, existe la posibilidad de que la vida ponga en nuestro camino a una persona que nos hará valorar la vida y sonriendo caminaremos abrazados, como se abrazan los amigos de primaria, con fuerza, en apoyo fraterno, riendo de lo que sucede alrededor.

No sé dónde estará hoy, qué habrá hecho de su vida, o si acaso sigue en la ciudad de México, lo que sé es que ese niño me enseñó tanto.

Gracias David.

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